Ya no sabía dónde más buscar la respuesta a mi
interrogante. Maldita incertidumbre. La busqué una última vez en aquel malecón
como si revivir los pasos me fuera a dar alguna certeza.
Hacía demasiado frío como para ser una noche
de diciembre, de todas maneras cada vez que iba al malecón llevaba como
precaución la vieja casaca de cuero que al menos una vez la abrigó. La chica de
las rosas me saludó a lo lejos mientras metía en problemas a un incauto
enamorado que estaba sentado con su pareja en la banca que nunca fue mía y
menos nuestra.
Recostado sobre el respaldar del malecón empecé
a reflexionar sobre los beneficios de estas búsquedas nocturnas, palabras como
patético y perseverancia se enfrentaban por un lado a la misma vez que cordura
y obsesión buscaban un punto medio en sus choques. De repente, durante aquella
batalla que se libraba en mi cabeza una voz me decía que ya perdía y colocaba
su brazo por mi cuello, otra voz me pedía quedarme quieto mientras buscaba
entre los bolsillos de la casaca. La primera voz me seguía repitiendo ya perdiste, ya perdiste y la otra mecánicamente
seguía diciendo quédate quieto, no hagas
nada, quédate quieto.
No, no quería perder ni quería quedarme quieto.
No, no quería perder ni quería quedarme quieto.
Golpeé con la nuca a uno de los asaltantes y
empujé al otro. Quise correr pero uno de ellos se abalanzó contra mí e hizo que
perdiera el balance, caí como un plomazo al suelo pero seguí luchando contra mi
agresor, cuando pude ganar la posición de ventaja y ponerme sobre ese ladrón
apareció aquel que recibió el cabezazo y de una fuerte patada en las costillas
hizo que perdiera cualquier esperanza de salir bien librado. Traté de cubrirme
todo lo que pude, pero entre te dijimos
que quieto y conchamimadres me
golpearon por todos lados. Aún siento la patada que voló dos de mis dientes.
Los gritos de una mujer se escucharon entre los
golpes, más voces se unían al de ella, los ladrones corrieron a medida que los
gritos se incrementaban. Me paré y quise seguirlos, se habían llevado todo lo
que llevaba conmigo. Pero un jalón evitó que tomara esa iniciativa. Era la vendedora
de rosas. Le dije que me dejara ir, que tenía que buscar mis cosas, puso su
canasta en el piso y molesta vociferó: ¿Eres
tonto o qué?, hace rato que esos dos te habían marcado, siempre estás solo
buscando a alguien que no va a venir por acá, ¿no te has dado cuenta de eso? ¡Ve
a buscarla a otra parte o mejor ya no la busques! ¡Ya se fue! ¡Ya fue! ¡Fue!
Por un rato me quedé en silencio, me aparté un
momento para revisar que no tuviera más lesiones en el cuerpo. Tomé aire y me
acerqué a la chica. Discúlpame pero no
tengo plata para comprarte rosas. Ella me preguntó, no sin antes decirme
tarado, por qué querría yo comprar rosas, le respondí que iban a ser para ella,
por desahuevarme tan finamente. Se rió un momento y me dijo lo más probable es que yo te dé las flores
para tu tumba, estás más allá que acá. Me reí con ella y le dije que me
iba, intentó darme dinero, para el pasaje
me insistió. Me negué con educación, le dije que quería caminar porque total
ya no hay peligro ni dientes que me roben.
Sangrando y sin dinero caminé a mi casa en esta
ruta que definitivamente iba a ser larga. A medida que avanzaba mis
pensamientos se hacían variados, ¿qué pudo ser?, ¿qué pudo pasar?, ¿la jodí
yo?, ¿se acabó?, ¿o nunca empezó? Carajo, cómo me duele la jeta. Mi sonrisa de
por sí no era mi atractivo, pero tampoco quiero que sea mi repelente, ¿cuánto
me costará el dentista? Esa chica que de la banca que acabo de pasar se parece
a ella. Tiene su cabello, su tamaño, una blusa roja que usó un par de veces, incluso
el mismo color de labial. Espera, se parece mucho a ella. Porque era ella.
En ese momento empecé a sentir que caminaba
sobre el mar mientras avanzaba hacia ella.
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